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Ciencia Ficción... con Presupuesto Público

  • 8 ago
  • 3 Min. de lectura

El Uso de instalaciones Publicas para la "Ciencia OVNI"

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Texto Misael Vargas / Fotos Cortesía

Ciudad de México 8 de Agosto 2025. Vivimos tiempos extraños. Basta con añadir “científicamente comprobado” a cualquier producto para que gane credibilidad automática. Da igual si se trata de una crema anti envejecimiento, un suplemento milagroso o un tratamiento para enfermedades complejas: el adjetivo “científico” se ha convertido en un talismán comercial.

Este fenómeno ya no se limita a los anuncios de televisión. Ha invadido medios, redes sociales y plataformas digitales, donde las audiencias —hambrientas de respuestas inmediatas y revelaciones impactantes— consumen sin filtros contenidos que simulan ser divulgación científica, pero que en realidad solo promueven desinformación con disfraz académico.

No faltan titulares que prometen curas milagrosas “avaladas por universidades extranjeras”. Como aquel que asegura eliminar la inflamación prostática en 72 horas con una cucharadita de bicarbonato. Y peor aún: hay casos donde el disfraz de la ciencia ha costado vidas, como ocurrió con el tristemente célebre dióxido de cloro durante la pandemia.

Pero este texto no busca repasar errores del pasado. Lo que quiero compartir es una experiencia reciente, desconcertante… y francamente ofensiva para quienes aún creemos en la práctica científica con integridad.

A finales de julio de 2025, uno de los videos más vistos en YouTube mostraba un “experimento sin precedentes”: la estimulación acústica de un objeto llamado “La esfera de Buga” —supuestamente de origen no humano—, realizado nada menos que en el laboratorio de acústica de la ESIME Zacatenco. Un espacio académico serio, donde se forman ingenieros y se desarrollan investigaciones relevantes. No, no es un set de ciencia ficción.

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La metodología del ensayo, si se le puede llamar así, consistió en emitir sonidos de distintas frecuencias hacia el objeto misterioso, esperando una “respuesta”. Hasta ahí, podría parecer tolerable. Pero los responsables de la esfera —sí, sus propios apoderados— impusieron las condiciones del experimento, manejaron sus propios equipos de medición y, por supuesto, interpretaron los resultados.

El equipo científico anfitrión fue, en el mejor de los casos, decorativo. La puesta en escena parecía diseñada para alimentar una narrativa preestablecida, no para responder una pregunta objetiva. Todo indicaba que cualquier reacción sería validada como “evidencia”, incluso si la esfera respondía al timbre de un celular.

Entre los estímulos sonoros aplicados —documentados con solemnidad— se incluyeron frecuencias supuestamente asociadas a “mantras para levitar vimanas” y el sonido de un silbato de caracol. No hubo explicación alguna sobre por qué se eligieron esos sonidos, ni una hipótesis clara que justificara su inclusión. El control experimental brilló por su ausencia, sustituido por una fe ciega en el poder intuitivo del asombro.

El resultado, predecible, fue una serie de reacciones interpretadas como “respuesta activa”. Lo curioso es que, pese a los múltiples estímulos y la elasticidad interpretativa, nadie consideró la posibilidad de una falsa correlación, ni se discutió el margen de error, ni mucho menos se planteó repetir el ensayo bajo condiciones mínimamente controladas.

El video concluye con una ronda de impresiones y reflexiones que se asemejan más a una tertulia informal que a un análisis académico. El tono general no es el de la ciencia que duda y se corrige, sino el de la certeza complaciente que busca validación emocional.

Y aquí es donde uno, como científico y como miembro de una institución pública, no puede evitar hacerse preguntas incómodas:

  • ¿Quién autorizó el uso de las instalaciones para un acto que nada tiene que ver con la investigación científica?

  • ¿Fue una actividad remunerada? ¿Se usaron recursos públicos para validar una narrativa sin sustento?

  • ¿En qué momento confundimos apertura con pérdida total de criterio?

Porque una cosa es la disposición al diálogo interdisciplinario (que siempre enriquece), y otra muy distinta es la rendición frente a lo absurdo. La ciencia tiene el deber de abordarlo con método y rigor.

Lo más preocupante no es este evento aislado, sino el síntoma que revela. En muchos espacios académicos se han normalizado prácticas que poco o nada aportan a la construcción del conocimiento: proyectos sin aplicación, simulación de innovación, hegemonías intocables, patentes privatizadas, obsesión por métricas vacías, y una docencia rutinaria que desincentiva la curiosidad genuina.

Hemos olvidado algo esencial: hacer ciencia no es repetir protocolos, ni disfrazar creencias con bata blanca. Hacer ciencia es preguntarse —con responsabilidad— por los límites, los alcances y el sentido del conocimiento.

Y ese sentido no se encuentra complaciendo lo extraordinario, sino sometiéndolo a prueba. Aunque eso no genere millones de vistas.

 

El Doctor Misael Vargas es Médico de profesión tiene ademas una Maestría en Biomedicina Molecular y es Candidato a Doctor en Biotecnología en bioprocesos por el Instituto Politécnico Nacional


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